Volviendo del Mercadona en medio de una violenta tormenta eléctrica, veo asomar entre las nubes, y casi a ras de tejados, unas enormes naves espaciales que emiten luces destellantes y repiten por megafonía, en una ininteligible versión original y en traducciones a diversos idiomas, un largo mensaje para la población. Al llegar a casa sintonizo la radio y descubro que se trata de un fenómeno global. También escucho la grabación completa del mensaje, que resulta ser una engorrosa letanía en la que los extraterrestres se refieren a dinastías fundadas por patriarcas de nombres imposibles y anuncian una segunda visita en la que nos darán instrucciones más precisas. Llamo a la radio para hacerles notar que debe tratarse de una broma sofisticada, porque la voz de la locución es la de Ernesto Sevilla levemente distorsionada. Y me atrevo a relacionarla con la promoción de una carísima superproducción española de ciencia ficción que está a punto de estrenarse. Pero los locutores de la radio llaman en directo al humorista, que niega cualquier implicación. El segundo mensaje me pilla tirado en mitad de la carretera en una tarde lluviosa, discutiendo el parte para el seguro con el conductor que acaba de embestirme. Esta vez el mensaje va más al grano, y describe con todo detalle el código de conducta que deberemos seguir para salvarnos y salvar al planeta, incluyendo una infinidad de normas absurdas de contención sexual, a mitad de camino entre la moral victoriana y la corrección política del siglo XXI. Cuando todos los comentaristas dan por cierta la invasión e inevitable el cumplimiento de las instrucciones, me tropiezo con un amigo que ha estado varios meses desplazado en una plataforma petrolífera y no se ha enterado de nada. Y me pregunta qué son esas grabaciones que echan todo el rato por la tele, en las que aparecen unos marcianos hablando en el idioma inventado de una vieja serie de televisión. En una especie de epílogo, que transcurre muchos años después, me encuentro en una especie de comuna que practica insulsos juegos de equipo a la orilla de una playa paradisíaca. Un niño, al que identifico sin ningún género de dudas como mi hijo, participa de mala gana y no deja de poner cara de aburrido. En una pausa del juego, abandono disimuladamente mi puesto, me acerco a él y le pido en voz baja que simule un poco de entusiasmo. Que ya luego le pongo en casa una vieja película de las que a él y a mí tanto nos gustan…