Una odisea contemporánea
Tengo el aspecto de George Segal en sus películas de los años 60. Y regento una panadería de barrio que se ve desbordada por el aumento de la demanda en tiempo de cuarentena. Así que decido contratar a dos ayudantes extranjeros. Descubro entonces que para regularizar su documentación debo comparecer personalmente en una oficina que está en la costa andaluza. Pero los transportes públicos no funcionan y los viajes en coche están prohibidos, así que decido ir en bicicleta y utilizar exclusivamente carreteras secundarias, argumentando cuando la policía me para que vivo muy cerca y estoy dando una vuelta para estirar las piernas. En la bajada de un puerto coincido con un ciclista local, con el que charlo un buen rato, y que me advierte sobre la peligrosidad de algunas curvas. Sorprendentemente, es él quien calcula mal la velocidad al entrar en una de ellas y sigue recto, entrando en una chatarrería abandonada y quedando aprisionado entre hierros oxidados. Cuando salgo a pedir ayuda por teléfono, veo en la puerta del edificio una placa que no es conmemorativa, sino anticipatoria: su deterioro parece indicar que lleva allí más de 50 años, pero su texto dice claramente: “En esta curva se caerá el célebre ciclista local” (y siguen el nombre del tipo y la fecha del día). Una vez en mi destino, me veo retenido por sucesivos retrasos burocráticos: las funcionarias de la oficina resuelven el expediente de uno de mis empleados con relativa rapidez, pero extravían el del otro, que es exactamente igual, y son incapaces de encontrarlo o de rehacerlo. Pasan los meses, y cuando ya estoy desesperado recurro a los servicios de una red mafiosa local para presionar a los responsables de la oficina. Pero no puedo pagarles a tiempo y empiezan a perseguirme. Una noche envían a un sicario a la nave abandonada en la que duermo. Por suerte, le escucho llegar y me escondo para tenderle una emboscada: me cuelgo de una viga y cuando me ha rebasado le empujo por la espalda con la intención de arrojarle a través de una ventana cerrada. Descubro entonces que esas cosas solo pasan en las películas, porque el cristal es mucho más duro de lo que parece. Pero al menos queda inconsciente el tiempo suficiente para que yo pueda huir. Tras una infinidad de nuevas desventuras, que me retienen en aquel pueblo atunero y contrabandista durante varios años, consigo regresar a casa hecho un auténtico eccehomo. Solo para descubrir que la panadería lleva el nombre de uno de los dos ayudantes, que ha conseguido regularizar su situación sin problemas gracias a un cambio en las leyes migratorias, y que mi mujer, que me había dado por muerto al no recibir noticias mías desde mi marcha, es ahora la suya.
Tengo el aspecto de George Segal en sus películas de los años 60. Y regento una panadería de barrio que se ve desbordada por el aumento de la demanda en tiempo de cuarentena. Así que decido contratar a dos ayudantes extranjeros. Descubro entonces que para regularizar su documentación debo comparecer personalmente en una oficina que está en la costa andaluza. Pero los transportes públicos no funcionan y los viajes en coche están prohibidos, así que decido ir en bicicleta y utilizar exclusivamente carreteras secundarias, argumentando cuando la policía me para que vivo muy cerca y estoy dando una vuelta para estirar las piernas. En la bajada de un puerto coincido con un ciclista local, con el que charlo un buen rato, y que me advierte sobre la peligrosidad de algunas curvas. Sorprendentemente, es él quien calcula mal la velocidad al entrar en una de ellas y sigue recto, entrando en una chatarrería abandonada y quedando aprisionado entre hierros oxidados. Cuando salgo a pedir ayuda por teléfono, veo en la puerta del edificio una placa que no es conmemorativa, sino anticipatoria: su deterioro parece indicar que lleva allí más de 50 años, pero su texto dice claramente: “En esta curva se caerá el célebre ciclista local” (y siguen el nombre del tipo y la fecha del día). Una vez en mi destino, me veo retenido por sucesivos retrasos burocráticos: las funcionarias de la oficina resuelven el expediente de uno de mis empleados con relativa rapidez, pero extravían el del otro, que es exactamente igual, y son incapaces de encontrarlo o de rehacerlo. Pasan los meses, y cuando ya estoy desesperado recurro a los servicios de una red mafiosa local para presionar a los responsables de la oficina. Pero no puedo pagarles a tiempo y empiezan a perseguirme. Una noche envían a un sicario a la nave abandonada en la que duermo. Por suerte, le escucho llegar y me escondo para tenderle una emboscada: me cuelgo de una viga y cuando me ha rebasado le empujo por la espalda con la intención de arrojarle a través de una ventana cerrada. Descubro entonces que esas cosas solo pasan en las películas, porque el cristal es mucho más duro de lo que parece. Pero al menos queda inconsciente el tiempo suficiente para que yo pueda huir. Tras una infinidad de nuevas desventuras, que me retienen en aquel pueblo atunero y contrabandista durante varios años, consigo regresar a casa hecho un auténtico eccehomo. Solo para descubrir que la panadería lleva el nombre de uno de los dos ayudantes, que ha conseguido regularizar su situación sin problemas gracias a un cambio en las leyes migratorias, y que mi mujer, que me había dado por muerto al no recibir noticias mías desde mi marcha, es ahora la suya.